En los comienzos de su historia, el Espíritu empujó a Israel a ir al desierto. Y al principio de su vida pública, también empujó a Jesús al desierto. Y todavía hoy nos sigue empujando a nosotros también a ir hacia el desierto. Allí, en su soledad y su silencio, uno se encuentra consigo mismo, palpando sus límites. Pero, a lo mejor por esto mismo, el desierto es el lugar del encuentro con Dios
En el desierto, Israel aprendió que Dios era su Dios y ellos, su pueblo. De Jesús se nos narra que vivía entre alimañas y que los ángeles le servían: allí, afrontó la hostilidad que acabó con su vida, aunque no fue ésta la última palabra, sino la de vida resucitada.
Y nosotros necesitamos también ser conducidos al desierto para encontrarnos con nosotros mismos y para que Dios nos vuelva a hablar al corazón.
Juan nos dice, “Convertíos y creed en la Buena Noticia”, convertirse nos permite recapacitar, echar una mirada hacia atrás y ver hacia donde encaminamos nuestro futuro. Nos permite ver lo que nos sobra, lo que nos estorba, y con lo esencial, afrontar un nuevo tiempo con esperanza.
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